Caramelo XXIII
«Todo había sucedido demasiado deprisa para que nadie se hubiera dado cuenta. Los lobos, hambrientos a causa del largo invierno que sufría la zona, habían bajado en jaurías desde las montañas a los pastos. Eso lo sabían todos en la zona. Lo que nadie esperaba es que se atrevieran a entrar en las sendas que los mercaderes transitaban. Ni siquiera las hogueras del campamento les habían alejado.
El espectáculo era dantesco. Los ganaderos habían huido y abandonado el campamento, ya que los lobos preferían las presas más fáciles. La mayoría de las feroces bestias, llevadas por el hambre y la rabia, se estaban cebando en los carneros y las ovejas. Los aullidos y los gruñidos de los depredadores y los sonidos de agonía de las presas llenaban el claro del bosque, mientras la sangre resaltaba excesivamente sobre el campo nevado.
Dos de los caballos, presos del pánico, habían tratado de escapar, solo para caer en la emboscada de los numerosos lobos que les rodeaban.
Pero uno de ellos se mantenía de pie, quieto como una estatua, rodeado de la muerte y sus heraldos, en medio de un escenario infernal.
Era un Caramelo. Nadie sabia como nacía un autentico Caramelo, porque la mayoría de su linaje moría sin tener tiempo a engendrar vástagos. Pero de vez en cuando, uno de ellos aparecía. Los primeros Caramelos, Caramelo I y Caramelo II, hacían sido devorados por zombis en una catedral maldita. Otros Caramelos fueron incinerados por aliento de dragón, despeñados por acantilados, ahogados en mares lejanos…
Él era Caramelo XXIII, y desde pequeño fue consciente de que era un Caramelo. No pasaba una sola noche en que su sueño no se viera invadido por las horribles imágenes de la muerte de sus antecesores. Cada día miraba hacia delante con la certeza de su destino, una muerte horrible y entupida. Al principio fue duro, pero ahora se había acostumbrado. Se había endurecido a golpe de saberse de memoria y haber vivido en primera persona, como si le hubiera pasado a él mismo, las muertes de veintidós Caramelos anteriores. No le importaba la muerte. No le asustaba el dolor. Lo sabría cuando su hora llegara. Hoy podría ser ese día.
El líder de los lobos era un terrible ejemplar de lomo gris. De sus fauces aún brotaba la sangre de su última victima cuando se fijo en Caramelo XXIII. Se acercó a él gruñendo desde lo más profundo de sus pulmones, con un sonido que helaría la sangre al más valiente. Los demás lobos, como siguiendo unas ordenes ancestrales, se colocaron alrededor de su futura presa.
El lobo miró directamente a los ojos de Caramelo XXIII.
Caramelo no tuvo miedo. Empezó a caminar sin ningún atisbo de nerviosismo hacia su depredador, hacia su destino. Caramelo XXIII le devolvió la mirada.
Lo que el lobo vio en los ojos de Caramelo XXIII fue una llamada del destino. Vio las muertes horribles de veintidós animales a la vez. Sintió su agonía, su miedo y su dolor. Se dio cuenta de que el alma de su presa estaba forjada con el fuego de un dragón, sus carnes curadas por centenares de garras y colmillos, sus huesos duros como las piedras de los acantilados, sus cascos poderosos como las olas de los océanos…y sus ojos fríos y eternos como la certeza de su destino.
El lobo dejo de gruñir. Se quedo mudo mientras Caramelo avanzaba con total tranquilidad hacia él. Pronto, el lobo no pudo resistir más y dio un paso atrás.
Caramelo no apartaba su mirada.
Cuando los ganaderos regresaron al día siguiente encontraron a todo su ganado muerto, a excepción de Caramelo XXIII, que miraba melancólicamente hacia un grupo de arbustos, fijamente. Estaba quieto como una estatua, tanto que hasta se había acumulado nieve durante la noche. No tenía ni una sola herida, a pesar de encontrarse en mitad de una orgía de sangre. El viejo Kevin cogió sus riendas, pero aún así le costaba conseguir que el caballo dejara de mirar en esa dirección. No tenia intención de quedarse mucho tiempo allí ni de preguntarse que había pasado. Caramelo XXIII era un caballo extraño y escalofriante, si, pero tenia un físico imponente y había tenido suerte de recuperarlo con vida. Si lograba venderlo, daría por bueno el ganado muerto.
Y Kevin hizo bien en no ver que había tras esos arbustos: Un angosto sendero que terminaba en un barranco oculto que nadie conocía, en cuyo fondo yacían muertos decenas de lobos, con los rostros desencajados de autentico terror.»